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Óleo s/cartón 50 x 70 cm
Firmado abajo a la izq. P. Figari
Colección de origen Museo Nacional de Artes Visuales. Ingreso 19/11/1951.
Actualmente en acervo del Museo Figari, por resolución ministerial exp. 615/12, ingreso 19/07/2012.
Curiosa, tal vez humorística o absurda, pudiera resultar para algún observador desprevenido, la incursión pictórica de Pedro Figari por el mundo de la prehistoria.
La serie pictórica conocida como “los trogloditas”, que recrea el contexto y las acciones del hombre de las cavernas, se encuentra muy alejada de las variantes nativistas de la pintura de época y primitivistas de las vanguardias europeas, e igualmente distante de los motivos más transitados por el pintor: los candombes, las fiestas tradicionales, los bailes de Salón, en suma, el vasto repertorio de la crónica costumbrista.
El artista fantasea -aunque siempre acotado a un cuadro sociológico afín a la filosofía evolucionista- con situaciones que suceden in illo tempore. Conforme a su modo desprejuiciado y austero, Figari no incurre en la magnificencia de la epopeya. Los actos que llevan a cabo estos personajes primarios, casi siempre en pareja, pertenecen a una cotidianidad surcada por un hilo de perplejidad y de brutalidad, un hilo a punto de romperse pero que no alcanza, sin embargo, a perturbar la tónica natural de sus jornadas. Es el día a día del hombre primero: sus logros, sus recompensas, sus triunfos en la supervivencia, sus fracasos necesarios. Con esta serie concebida en Buenos Aires a principios de los años veinte -que sucede en el tiempo a la también sorprendente “piedras expresivas”-, Figari conquista su estilo característico de pinceladas rápidas, con zonas de basto cartón sin pintar fungiendo como un color más. Ha descubierto, como los mismos personajes que recrea, la técnica adecuada para expresar “la suma ley”: aquella que conecta, sobre la base de una “ética sana, fuerte y lapidaria”, “la primitiva auténtica ancestral troglodita” con las artes, las ciencias y las industrias del hombre moderno.
El hijo muerto
Una de las pinturas de temática más dura realizadas por Pedro Figari. La figura femenina sostiene al hijo arqueado y sin vida sobre sus desnudas rodillas. La cara del hijo está vuelta hacia los senos abultados de la madre. El rostro de la mujer es impasible. Muy próximo, a su derecha, se aprecia una masa rocosa de texturas y colores turbios, parduscos, “mentalmente indefinidos”.
La figura masculina tiene, sospechosamente, una mano enrojecida, como manchada con gotas de sangre. La cara hosca, azul, el gesto ceñudo, encerrado, pétreo. El cielo es apenas un vislumbre en lo alto. La boca oscura de la gruta se encuentra entre ambos personajes: se puede afirmar que apenas han salido de ella y también que, distintamente, los une o los separa. Los personajes dirigen su rostro al observador del cuadro en una muda interpelación de la historia (más precisamente de la prehistoria a la historia, una interpelación hacia el hombre que mira el cuadro, pero también hacia la acción humana y sus limitaciones, más allá del acontecer histórico mensurable).
Una vegetación adusta (alguna especie de Opuntia), como sólo puede crecer entre las piedras, sirve como único decorado a la tragedia. La frontalidad impertérrita de los personajes, el sentimiento de ser partícipes de algo tremendo -como posando para la fotografía- da pábilo para pensar en verdaderas “escenas” cuya teatralidad no radica en la grandilocuencia de los actos, sino en los repetidos elementos de una escenografía que subraya la conciencia de los personajes como parte de un drama de la naturaleza.