El rapport entre Jorge Luis Borges (Buenos Aires 1899 – Ginebra 1986) y Pedro Figari surge en 1924, cuando ambos se conocieron en torno a la flamante revista Proa, que tendría al primero como fundador y al segundo como eventual colaborador. Fue Ricardo Güiraldes, el autor de Don Segundo Sombra, quien los presentó según una anécdota que el propio Borges refiere:

“A mi me lo presentó Ricardo Güiraldes; él era abogado, tendría bien cumplidos los sesenta año, y creo que de golpe descubrió que podía pintar, y no dibujar, porque no sabía dibujar, dibujaba con pincel directamente. Y tomó yo creo que del libro Rosas y su tiempo, de (José María) Ramos Mejía, esos temas de negros y gauchos. Y Pablo Rojas Paz, dijo: ‘Figari, pintor de la memoria’, lo que me parece que está bien, porque lo que pinta es eso”. *

Más allá de las arriesgadas conjeturas que el argentino lanza sobre las condiciones técnicas y las fuentes creativas de Figari, la anécdota es ilustrativa del fuerte impacto que causó en el ambiente porteño la figura del abogado mayor que se vuelca a los pinceles. También este párrafo funciona como un apretado resumen de las ideas que Borges desarrollará seis años más tarde en el ensayo que escribe por encargo de la editorial Alfa: el tema de la memoria en Figari, el supuesto origen argentino –o rioplatense– de la inspiración figariana, y cierta iluminación inesperada (“de golpe descubrió que podía pintar”) que proponde a una interpretación “lírica” de la obra de Figari.

Pero las verdaderas afinidades entre Borges y Figari serán menos amistosas que artísticas. En efecto, hay puntos de contacto en la temática y en la poética del primer Borges, el de Luna de enfrente (1925) y el de Cuaderno San Martín (1929) con los cartones de Figari. Coinciden en temas (El compadrito, la muerte de Quiroga, los “bajos fondos”, entre otros) y formas de recrear el pasado fundacional eludiendo el “historicismo” y el “criollismo” propiamente dichos, lo que implica no incurrir en el estereotipo ni en el paternalismo ciudadano cuando se trata de tender una mirada pretérita hacia campo o hacia los sectores marginales de la sociedad.
 

Tapa del libro

Esta bella edición de “Figari, Nuevos valores plásticos de América” que se presenta en sala, contiene, además, un retrato xilográfico de Figari realizado por el grabador belga Víctor Delhez (Amberes, 1902 – Buenos Aires, 1985) que se radicara en Argentina hacia 1926. Este gran grabador llegó a compartir las salas de exposiciones de la Asociación de Amigos del Arte con Figari y no sería extraño que, mientras nuestro artista permanecía en la capital porteña (1921-1925), estrecharan un vínculo amical. Sin embargo, para esta estupenda estampa que realizara a principios del año 30, cuando Figari ya estaba en París, Delhez hubo de basarse en una fotografía de 1924: fue el primero de una larga lista de retratistas que reconoció las condiciones icónicas de dicha imagen fotográfica. La potenció con el encuadre reforzado y un empleo geométrico y depurado de las gubias. La precisión de las líneas en la frente, los meandros de la barba, la cuadrícula de la nariz y el desbaste triangular en las mejillas y la oreja, conforman una inolvidable sinopsis visual del rostro Figari. El grabado abre el libro que la editorial Alfa le encargara a Jorge Luis Borges en 1930 y en donde éste resume que “La obra de Figari es la lírica”. Sin embargo, el artista belga antepuso al lirismo la concisión gráfica del rostro sobrio y generó un precedente en la imaginación que hemos forjado y decantado del pintor, al punto que un dibujo del mismo “perfil” circula hoy en el papel moneda nacional.

Retrato de Pedro Figari por Víctor Delhez 

El ejemplar que se exhibe en vitrina como parte de la muestra Iconográfica de Pedro Figari, fue donado al museo por una artista (que prefiere mantener el anonimato) y ha sido restaurado y acondicionado para su exhibición por la conservadora y restauradora en papel del museo, Alicia Barreto.

Pablo Thiago Rocca

* Citado por Daniel Rinaldi en la revista Variaciones Borges. Revista del Centro de Estudios y Documentación Jorge Luis Borges, Año 2008, Nº 26, pp. 223-242.

Figari por Borges

“Cuando la temeraria hospitalidad de los editores me convidó a molestar esta suficiente demostración de la obra de Figari con un comentario verbal, mi primer movimiento fue de gratitud, mi segundo de aceptación, mi tercero de fuga. Consideré lo intruso de mi voz en materia pictórica, fui visitado de temores que creí razonables. Reflexioné después que la casi inmejorable ignorancia de la pintura que todos me conocen, versa íntegramente sobre la técnica, y eso me recordó la única técnica de que poseo algunas noticias, la literaria. Me consta, como escritor que soy, que esa encarecida disciplina -contacto de palabras dispares, asombro de metáforas, puntuación ocasional de ternuras, fingimiento de seguridad en lo intelectual por el empleo de fórmulas precisa es un asequible repertorio de habilidades, de fácil adquisición a plazos y uso agradable, pero indigno de una reverencia mayor. De ese carácter meramente habilidoso de la literatura, nadie suele mucho dudar. Su prueba está en el acento denigrativo de la palabra retórica; su dilucidación, en el hecho de que siendo literatos todos los hombres -pues argumentar o conmover o narrar no son menos literatura que escribir y suelen producirse mejor- saben lo tratable que es y lo desacertado de imputar difíciles méritos a los versados en ella. Esa pretendida insustancialidad de una de las artes -y de la más practicada, vale decir de la de mayores oportunidades de complejidad- abona la presunción de que no son de mayor misterio las otras y de que las retóricas de la plástica, de la música y de la pintura, son tan subalternas como ella. Por eso, creo que mi famosa ignorancia no me descapacita.

He mirado con frecuente amor esas telas. Yo quisiera preciarme aquí (orgullo mínimo) de no incidir en las dos tentaciones de ociosidad que están merodeándome. Una es describir esas telas: vale decir, disipar realidades visuales en palabras meramente aproximativas, operación no menos improcedente que su recíproca de incorporar figuras a un texto, y casi tan arriesgada en su traslación como lo sería la versión en música de un perfume. (Todo es lenguaje: todo puede ser conversación de almas al alma, aunque no falte supersticioso que crea que el andar de George Bancroft es lenguaje menor que las elocuencias del conferencista de turno). Otra es postular en la obra, lo que solamente es propio de la temática. Admitir, por ejemplo, que cualquiera representación de niñas es delicada y de limoneros es agria y de espadas hiere. Yo intentaré, ignoro si con favorable fortuna, optar por equivocaciones distintas.

 Logo de ediciones Alfa

Figari, pinta la memoria argentina. Digo argentina y esa designación no es un olvido anexionista del Uruguay, sino una irreprochable mención del Río de la Plata que, a diferencia del metafórico de la muerte, conoce dos orillas: tan argentina la una como la otra, tan preferidas por mi esperanza las dos. Memoria es implicación de pasado. Yo afirmo -sin remilgado temor ni novelero amor de la paradoja- que solamente los países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. La conquista y la colonización de estos reinos -cuatro fortines temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte, arco disparador de malones- fueron de tan efímera operación que un abuelo mío, en 1872, pudo comandar la última batalla de importancia contra los indios, realizando, después de la mitad del siglo diez y nueve, obra conquistadora del diez y seis. Sin embargo, -a qué traer destinos ya muertos? Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras y sí en Pampa y Triunvirato: insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco. El tiempo -emoción europea de hombres numerosos de días, y como su vindicación y corona- es de más impudente circulación en estas repúblicas. Los jóvenes, a su pesar lo sienten. Aquí somos del mismo tiempo que el tiempo, somos hermanos de él.

Hablé de la memoria argentina y siento que una suerte de pudor defiende ese tema y que abundar en él es traición. Porque en esta casa de América los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo, que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza. Es una conjuración de estilo no usado: pródiga aventura de estirpes, no para perdurar sino para que las ignoren al fin: sangres que buscan noche. El criollo es de los conjurados. El criollo que formó la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora. Para que honras mayores sean en esta tierra, tienen que olvidar honras. Su recuerdo es casi un remordimiento, un reproche de cosas abandonadas sin la intercesión del adiós. Es recuerdo que se recata, pues el destino criollo así lo requiere, para la cortesía y perfección de su sacrificio . Figari es la tentación pura de ese recuerdo.

Esas inmemorialidades criollas -el mate compartido de la amistad, la caoba que en perenne hoguera de frescura parece arder, el ombú de triple devoción de dar sombra, de ser reconocido de lejos y de ser pastor de los pájaros, la delicada puerta cancel de hierro, el patio que es ocasión de serenidad, rosa para los días, el malón de aire del viento sur que deja una flor de cardo en el zaguán- son reliquias familiares ahora. Son cosas del recuerdo, aunque duren, y ya sabemos que la manera del recuerdo es la lírica. La obra de Figari es la lírica.

La misma brevedad de sus telas condice con el afecto familiar que las ha dictado: no sólo en el idioma tiene connotación de cariño el diminutivo. Esa, también, puede ser la íntima razón de su gracia: es uno de los riesgos generosos de la pasión el bromear con su objeto, y es modestia del criollo recatar en burla el sentir. La publicidad de la épica y de la oratoria nunca nos encontró; siempre la versión lírica pudo más, Ningún pintor como Figari para ella. Su labor -salvamento de delicados instantes, recuperación de fiestas antiguas, tan felices que hasta su pintada felicidad basta para rescatar el pesar de que ya no sean, y de que no seamos en ellas- prefiere los colores dichosos. Es enteramente de noticias confidenciales, de magias, de diabluras. Sus protagonistas -el unitario afantasmado por la zozobra, el notorio chaleco punzó del buen federal, el negro que se esconde en la zafaduría, en el coraje y en el bochinche como para que no miren que es negro, el compadre deshecho, relampagueando en líneas quebradas, el paredón sin revocar, el campo, la luna,- viven como en los sueños, sobreviven como en la música de ese ayer. Sólo las tiernas y minuciosas noticias de Carlos Enrique Pellegrini pueden equiparársele.

Esto es lo que yo quería decir. Figari, presente en méritos de luz, está en las páginas siguientes que absuelven este prefacio inútil.”

Jorge Luis Borges. Figari. Editorial Alfa, Buenos Aires 1930.

 

Jueves 18 de Septiembre de 2014
Dirección Nacional de Cultura